Imagínate un impuesto progresivo. En otras palabras, un impuesto para quienes tienen más capacidad de pagar; un impuesto que los ricos no tratan de evadir sino que pagan voluntariamente más de lo que les corresponde legalmente; un impuesto que se gaste en lo que desee la persona que lo pagó; un impuesto que implique poca burocracia.
Tenemos mucho que agradecerle a los antiguos griegos, desde las matemáticas a la ciencia, el teatro y la filosofía. Añádele el sistema de impuestos -o más bien, la falta de ese sistema- a la lista.
Los griegos clasificaban los impuestos en el campo de la ética: la libertad o el despotismo de una sociedad podían medirse de acuerdo a su sistema impositivo.
Lo admirable no es tanto la forma en que gravaban, sino que no lo hacían.
No había impuesto sobre la renta. Los gravámenes no eran el camino por el cual era compartida la riqueza de los acaudalados con el pueblo. Eso se hacía por medio de una alternativa voluntaria: la liturgia.
La palabra liturgia -del griego antiguo leitourgia- significa 'servicio público' o 'trabajo de la gente'.
La idea de caridad estaba incrustada en la psique griega antigua y tenía raíces en la mitología.
El titán Prometeo creó a la humanidad y fue su mayor benefactor, dándole el don del fuego, que se robó del Monte Olimpo.
La diosa Atenea le dio a la ciudadanía el olivo, símbolo de paz y prosperidad, y por eso le pusieron su nombre a la ciudad de Atenas.
El filósofo Aristóteles desarrolló el tema.
Su 'hombre magnífico' dio grandes sumas de dinero a la comunidad. Los pobres nunca podrían ser 'magníficos' porque no tienen los medios financieros.
Pero, "la verdadera riqueza consiste en hacer el bien", sostenía Aristóteles en "El arte de la retórica": en dar dinero y regalos, y ayudar a otros a mantenerse.
El médico Hipócrates, el fundador de la medicina, también creía en esa responsabilidad social, y le aconsejaba a sus homólogos: 'A veces den sus servicios a cambio de nada, recordando algún favor anterior o una satisfacción actual. Y si hay una oportunidad de servir a extraños en difícil situación financiera, asístelos adecuadamente a todos'.
Tal vez la ciudad necesitaba algún tipo de mejora en sus infraestructuras, un nuevo puente, por ejemplo. Quizás se avecinaba una guerra y se requería gasto militar. De pronto se consideraba necesaria una festividad.
Era entonces cuando llamaban a los ricos. Se esperaba que no sólo pagaran por el proyecto, sino que lo llevaran a cabo: era su responsabilidad supervisar la obra en cuestión.
La lógica era que los ricos debían asumir los gastos de la ciudad, dado que disfrutaban de una porción desigual de la riqueza de la comunidad.
Las contribuciones no se hacían cumplir por medio de la ley o la burocracia, sino por la tradición y el sentimiento público.
La motivación del liturgista era la benevolencia, el sentido del deber público y -significativamente- la recompensa de honor y prestigio.
Si una asignación se llevaba a cabo bien, la posición del patrón entre sus compañeros de élite, así como entre la gente común, se elevaba.
Mientras que al principio en la antigua Grecia sólo los guerreros antiguos se podían convertir en 'héroes', más tarde, los liturgistas podrían ganar estatusheroico, actuando en interés del público por el bienestar de los demás.
El resultado fue que muchos dieron más de lo esperado, tanto como tres o cuatro veces más, lo que está a años luz de la cultura actual de pagar tan poco como sea legalmente posible.
Los Juegos Panateneas fueron financiados por los ricos y donados a la ciudad, al igual que el festival teatral de Dionisia.
La 'coregía' era la encargada de seleccionar, financiar y entrenar a los equipos de las competiciones atléticas, dramáticas o musicales en los muchos festivales religiosos en Atenas.
Ser un corego era un honor. Muchos dieron más que el mínimo requerido. Al final, compartían los elogios y los premios que ganaban sus concursantes.
Trípodes de bronce y monumentos de bronce fueron erigidos -muchos de los cuales sobrevivieron hasta la actualidad- para conmemorar a los coregos que patrocinaban las mejores obras.
Muchos de las edificaciones de la antigua Grecia también fueron construidas por benefactores que competían por honor.
El Stoa Pecile o Pórtico pintado de Pisianacte en Atenas, donde se enseñaba estoicismo y se exhibían muchas pinturas, junto con botines de guerra, fue una de ellas.
Muchos trabajos en la Acrópolis, posiblemente hasta el Partenón, también fueron financiados por la liturgia.
Aunque se carece de pruebas firmes sobre este último, la escultura crisoelefantina (de marfil y oro) de la diosa griega Atenea esculpida por Fidias, quien supervisó la construcción del Partenón en el que se aloja, fue hecha gracias a la liturgia.
La liturgia más prestigiosa e importante -y, de lejos, la más cara- era la armada, conocida como 'trierarquía'.
El trierarca tenía que construir, mantener y operar un buque de guerra o 'trirreme'.
Los trirremes mantenían a la Marina fuerte y las vías de navegación atenienses libres de piratas. Dado que Atenas era un centro comercial (de hecho, los impuestos sobre el comercio eran otra fuente de ingreso público), su papel era esencial.
En muchos casos, también se esperaba que el trierarca tomara el mando de la nave, a menos de que eligiera pagar una concesión y dejarle la lucha a un especialista.
Había entre 300 y 1.200 liturgistas en Atenas -dependiendo de la necesidad (en tiempos de guerra, el número aumentaba)- y la clase litúrgica era constantemente renovada.
Los responsables de la liturgia eran voluntarios en la mayoría de los casos, aunque algunos eran asignados por el Estado. También había liturgias más y menos grandes, dependiendo de la riqueza quien prestaba el servicio social.
Sin duda el sistema fue explotado para el beneficio individual, en particular, en términos políticos.
Una de las formas en las que el joven Pericles dejó su marca, antes de convertirse en general de Atenas, fue mediante la presentación de la obra de teatro "Los persas de Esquilo" en el Gran Festival de Dionisia, como una liturgia, para demostrar su gracia.
Su oponente político, Cimón, hizo lo mismo, y se ganó el favor del público repartiendo generosas porciones de su considerable fortuna personal.
Los liturgistas que no querían participar corrían el riesgo de escarnio público.
Pero también había excepciones, en particular para los que tenían otras liturgias en curso y para quienes anteriormente habían prestado servicios a la ciudad.
Y había antidosis. Un liturgista podría argumentar que otro ciudadano era más rico y por lo tanto más capaz de soportar la carga financiera de la liturgia.
El otro ciudadano entonces tenía tres opciones: aceptar la liturgia; a someterse a un juicio para que un jurado determinara quién era el más rico; o intercambiar activos. Es un sistema muy eficaz para determinar cuán rico es alguien realmente, en vez de aceptar lo que dice ser.
La ventaja del sistema de liturgia era que tanto la riqueza personal como la experiencia personal eran compartidas con la comunidad, sin la participación de la burocracia o del gobierno.
El trabajo tendía a hacerse bien, porque la reputación del liturgista estaba en juego.
En esta era de los súper ricos, tal vez es hora de revivir la liturgia. Le sirvió bien a los antiguos atenienses, y tal vez nos podría funcionar bien a nosotros.
Este artículo fue traducido y publicado con el permiso del autor Dominic Frisby y de la revista Aeon, que lo publicó originalmente.
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